lunes, 25 de mayo de 2009

No puedo con Leire

“No puedo con Leire Pajín”. Me repito esta frase cada vez que la veo en la tele. No sé de donde proviene este rechazo hacia la portavoz del partido socialista, si es alguna reacción alérgica impresa en mi ADN, pero no tiene explicación racional; es un sentimiento visceral. Imaginaos hasta qué límite llega mi rechazo, que estaba pensando en montar un foro anti-Leire, sin embargo, la sangre no ha llegado al río, ya qué tampoco he tenido el gusto de hablar con ella, sino que mi repulsa se focaliza en lo que representa el personaje.

Después de pensar en todo esto creo haber llegado a una conclusión que justifica mi reflejo. Creo que de entrada, nada más aparecer en pantalla, parece un guiñol de sí misma. Y allí, en mitad del escenario político, siempre redundante, se pone a farfullar frases enlatadas a diestro y siniestro, topicazos que ni ella se cree, como si fuera un papagayo. Luego adopta esa actitud de reproche sistemático, con el labio torcido, como si estuviese a punto de liarse a pegar mordiscos, a lanzar puyas al contrario sin ton ni son, sin decir nada positivo. La miro fijamente y no me genera ningún sentimiento de confianza.

En fin, puede que me haya contagiado de algún virus que provoque este brote de antagonismo pajinero, y eso que soy de izquierdas. El caso es que si ella representa la cantera que ha de dirigir el futuro PSOE, conmigo que no cuenten.

domingo, 17 de mayo de 2009

Las enseñanzas del enebro

Estando de vacaciones en Huelva acudí a una visita guiada por el Coto de Doñana. La intención era realizar alguna actividad que no fuese estar tumbado en la playa y beber cerveza. De este modo, dedicamos la jornada a realizar una excursión por las entrañas de dicho parque. La experiencia resultó fantástica. Es sorprendente como en una área tan limitada puedan coexistir hasta cuatro ecosistemas distintos.

Durante todo el recorrido el guía, que llevaba más tiempo viviendo allí que los propios linces, iba desgranando curiosidades sobre cómo se transformaba el paraje con el paso de las estaciones, el por qué en las inmediaciones de los eucaliptos no crece ni la mala hierba, los movimientos migratorios de las aves y hasta la importancia de que las marismas se sequen en verano, impidiendo que el agua se corrompa a causa de los excrementos de las aves y no mueran especies marinas autóctonas.

A cada giro del camino descubríamos nuevas hazañas naturales. Aún hoy, y ya han pasado varios años, me asombra la inmensa sabiduría de la naturaleza, la capacidad intrínseca que tiene para destruirse y recomponerse como medio para seguir creciendo y existiendo. El caso es que todo me pareció único, sin embargo, destacaría algo que me impactó sobre manera, el movimiento de las dunas. Anualmente, debido al viento, la arena de la playa avanza tierra adentro varios metros, dejando sepultada bajo tierra toda la vegetación que encuentra a su paso, provocando a su vez, que los animales que allí anidan tengan que desplazarse continuamente. Grabado a fuego vivo está en la esencia del ser vivo el instinto de sobrevivir, no hay alternativa. Por eso, los pinares, víctimas predilectas de las dunas, tratan de evitar el aniquilamiento al que están predestinados. Y lo hacen expandiéndose a los pies de la duna; las piñas que caen de los árboles ya sentenciados son las semillas de los nuevos pinos que salvan la especie, una huida hacia delante que vence a la muerte. Yo tenía los ojos abiertos como platos ante la visión de tal espectáculo. Pero el más grandioso vencedor en aquel escenario donde se batían a duelo las fuerzas de la naturaleza, fue un arbusto insignificante, de no más de dos metros de altura, famoso por sus frutos con los que se elabora la ginebra, el enebro. Me dejo totalmente pasmado. Esta planta se enfrentaba, como si del mismísimo David se tratase, contra un Goliat con forma de feroz nube de arena. Para ello tenía que adaptarse a las circunstancias, ser capaz de retorcer el tronco hasta casi rozar la arena para permitir que las raíces sobresaliesen de la tierra, posibilitando que la arena atravesase las rendijas abiertas entre las ramificaciones del enebro, librándose de quedar enterrado.

Al finalizar el trayecto me alejé de allí reflexionando sobre cuánto tenemos que aprender los humanos de la naturaleza; ser capaces de adaptarnos al medio, retorcernos como el enebro para rentabilizar nuestras cualidades, buscar alternativas, rehacer el maltrecho camino que no conduce a ningún lugar alumbrándolo de esperanza, y persistir y persistir para que las adversidades, los fracasos, el implacable paso del tiempo no trunquen nuestro paso confuso por el mundo, y así, optimistas, sacar pecho frente a la zozobra que maniata el ansia de vivir.

"Aquel que ha sentido una vez en sus manos temblar la alegría no podrá morir nunca" JOSÉ HIERRO