lunes, 2 de agosto de 2010

la jungla de asfalto

Lo que voy a contar es totalmente verídico. Os pongo en antecedentes; vivo en Jaén y todas las mañanas, como cualquier españolito que se precie, salgo a la calle para ir al trabajo. Hasta aquí bien. 9 de la mañana, la temperatura ya asciende sin remedio y el calor empieza a hacer mella. Mi primera intención es coger el coche e intentar aparcarlo en la zona donde trabajo, el centro. Deshecho rapidamente esta opción después de haber estado, en varias ocasiones, al borde de la locura buscando aparcamiento. Como lo de subir andando ni me lo planteo, sería cavar mi propia tumba para todo el día, la siguiente alternativa es hacer uso del transporte público que, en Jaen, queda reducido al autobús. Pues nada, me acerco a la parada más proxima a esperar a que pase, como todo en la vida siempre hay que esperar. Nada más llegar a dicha parada aparece a lo lejos el vehículo amarillo en cuestión (en el momento no percibo lo que va a ocurrir, pero empiezan a torcerse las cosas minimamente). Cuando el omnibús llega a la altura de donde estoy casi ni se detiene, el conductor parecía confundido en una escala espacio-tiempo particular y se encontraba más tendido a la bartola en la playa que agarrando el volante. Me subo y en cuanto tomo asiento me ataca un sofoco impresionante, del que empiezo a sudar al unísono. La sensación no era exclusiva mía, parecía generalizada por los ruegos desesperados de una mujer al fondo que reclamaba que pusieran el aire acondicionado. Como el conductor estaba en su mundo, pasaba olimpicamente de las reclamaciones imperiosas de los individuos que allí nos encontrabamos.


Siguiente paso, aún estoy en el autobús, ya me he acostumbrado a la temperatura ambiente y estoy a punto de bajarme en la parada que me correponde. Me levanto y voy a la salida, abren las puertas y cuando voy a poner los pies en el suelo, tengo delante de mí una valla de las obras del tranvía que me impide la salida. Corriendo me lanzo a la otra salida antes de se marche. Ya me queda poco, estoy a cien metros del edificio donde me espera mi aparato de aire acondicionado. Solo me queda cubrir la pequeña cuesta de la calle. Y lo que me encuentro supera todas las predicciones; está totalmente levantada, en un entorno más propio de Sarajevo después de los bombardeos, las aceras están cortadas a tramos para que los operarios realicen las reparaciones planificadas dentro de ese magnifico Plan E que nos acompaña desde hace meses. El recorrido de esos ultimos veinte metros es toda una odisea. Cruzo haciendo equilibrismo unas tablas dipuestas sobre una hondonada de tierra, deteniéndome para que la maquinaria pesada retire escombros que no paran de acumulase, y avanzo en un zig zag que hacen que esos veinte metros se conviertan en cincuenta por lo menos. Finalmente llego al despacho bastante encolerizado y pensando en cuanto costaría construir algún artilugio que pudiese teletransportarme a donde yo quiera. Ah, se me olvidaba, acaba de empezar la mañana y todavía me queda volver a mi casa.

"Aquel que ha sentido una vez en sus manos temblar la alegría no podrá morir nunca" JOSÉ HIERRO