lunes, 27 de septiembre de 2010

En la ciudad

La primera vez que pisé una gran ciudad tuve la sensación de encontrarme en un espacio voluptuoso e inabarcable; estatuas grandiosas, edificios de 10 plantas que parecían rascacielos, largas avenidas de las que brotaban calles oscuras en las que pensaba se escondían asesinos, prostitutas, cloacas inmundas, en fin, toda la corrupción concebida en la posmodernidad de este siglo XXI. Después he vuelto a esos mismos lugares un montón de veces, y ahora, la impresión es distinta. Veo las cosas muchas más pequeñas, mejor proporcionadas, ya no se expanden en mi mirada de asombro, en mi imaginación tenebrista, sino que soy yo ahora el que ha crecido, el que se ha apoderado de las calles, convirtiéndome en un gigante. Con mis manos controlo esa ciudad en efervescencia, todo lo que tengo ante mis ojos es manejable, abarco el paisaje por completo. Esta transformación, al más puro estilo de Alicia, creo que proviene de esa seguridad que forjamos con los años y la erosión que provoca pasar una y otra vez por el mismo sitio. Igualmente, como por arte de magia, aquellas bocacalles en penumbra que acogían locales putrefactos, no son más que dos hileras de arboles con casas adosadas y portales diminutos.

Este sentimiento de extrañeza ante la ciudad recién descubierta, de desamparo en mitad de un páramo de alquitrán y ventanas, de miedo a lo desconocido, disminuye con el tiempo. Hace unos días oí que daban la noticia de que por vez primera hay más personas viviendo en las ciudades que en el campo. Sin embargo, este movimiento migratorio ha provocado una especie de estado de indefensión en muchas de las personas que se han ido trasladando a las urbes, esa sensación de desprotección ha hecho que desarrollen en su fuero interno un deformado código de conducta que les aporta seguridad; es decir, la gente va por la calle, en el metro, etc., con prisa, no dejan que ese tiempo que antes los unía con otros iguales sea real, y sólo se permiten ser ellos mismos, sentir que lo que les pase sea verdadero, entre las cuatro paredes de su casa. La falta de referentes físicos, sociales y emocionales, hace que aflore en el urbanita una patológica necesidad de independencia, de individualismo, que poco a poco, los va alejando de la humanidad.

En el otro extremo, cuando vuelvo a mi pueblo, soy consciente de que allí el tiempo es más lento, más sustancioso y dilatado, donde es más sencillo e incluso necesario el contacto físico, visual y emocional con todos sus habitantes. Entrar en una tienda y no intercambiar unas palabras con el dependiente o con el desconocido que espera turno, prácticamente, es impensable. De este modo, las personas generamos sentimientos de solidaridad o generosidad. Sin embargo, al vernos obligados a vivir en lugares desaforados, cual Paco Martínez Soria armado de chorizos y de gallinas invisibles, nos vemos arrojados a un mundo apocalíptico, a la perdida de todo sentimiento…

Evidentemente, parece inevitable esta huida hacia adelante. Por ello, cada día es más imperioso acercarnos más unos a otros, romper esas armaduras mentales que nos aíslan, y vivir las plazas, las terrazas, conocer al prójimo, ser seres vivos, si me permiten la redundancia… Porque si no ponemos remedio, nos iremos empequeñeciendo más y más, absorbidos por la pantalla de un ordenador y separados por kilómetros de distancia del resto, hasta que al final nos pase como la historia de aquella mujer que encontraron muerta en su casa tras dos años de su fallecimiento, sin que ningún familiar ni ningún amigo la hubiera visitado en todo ese tiempo. ¿Habrá desesperanza mayor? ¿habrá muerte más terrible?


"Aquel que ha sentido una vez en sus manos temblar la alegría no podrá morir nunca" JOSÉ HIERRO