lunes, 27 de abril de 2009

RELATO: "El viejo que perdió la taza del café"

Justo cuando las cosas estaban en su sitio perdí el norte de las cosas. Después de tanto de esfuerzo, de tantos años trabajando como un mulo, me revienta la vida esta enfermedad insoportable. El alzheimer no acarrea un dolor físico, y de entrada, no paraliza el cuerpo, sino que más bien, lo disparata, lo pone patas arriba; sí, como esa tortuga que colocamos sobre su caparazón mientras trata denodadamente de girarse a sabiendas de que pronto morirá si no lo consigue. Ese es mi calvario.

A nivel personal todo ha cambiado, el mundo se vuelve confuso; los rostros ahora son opacos, indefinidos, las habitaciones antes transitadas parecen túneles inexplorados donde habitan criaturas feroces, salir a la calle es ya una quimera, no tengo valentía suficiente para adentrarme en esa jungla de cemento y ruido. La última vez no supe encontrar el portal de mi piso, estaba ciego, sentía que me habían tapado la cabeza con una bolsa negra y a la vez un bate de beisbol la golpeaba con saña. Aturdido preguntaba a los asombrados viandantes que pasaban a mi lado en qué país estaba, quién se había atrevido a secuestrarme. Cuando no pude soportarlo más rompí a llorar y me tire al suelo esperando que la muerte llegase a por mí. Horas después, y con una pizca superviviente de lucidez, una mujer me dijo que no me preocupara, que era mi hija y me iba a llevar a casa.

Qué cabeza la mía. Lo que peor llevo es la soledad, saber que hay personas cerca de mí y no sentirlas más que como un desvanecido eco a kilómetros, un frío inabarcable que mina mi alma. Me hablan y me hablan, me zarandean, pero nunca sé qué decir. Entonces, cierro los ojos y aprieto la boca para que no se escape ninguna sandez. ¡Ay!, cuanto estará sufriendo mi familia.

En general, mis hábitos siguen siendo los mismos. Despierto sobre las nueve de la mañana, ni muy temprano ni muy tarde, así disfruto de varias horas por delante para realizar las tareas sin necesidad de soportar el cansancio de haber madrugado. Desayuno nada más levantarme. En ese instante fue cuando descubrí que pasaba algo raro. No soy muy quisquilloso, pero soy bastante ordenado. Desde hace muchos años tengo puesto mi tazón encima de la encimera junto al microondas, y siempre, lo primero que hago es cogerla y preparar un café bien cargado. Pues desde hace dos años soy incapaz de encontrarla en toda la cocina, por más que la busco nunca la encuentro. A veces he pensado que es un complot para hacerme la vida imposible, una tortura basada en impedir que disfrute de los pequeños placeres que alegraban mi vida: un buen café, un paseo al anochecer por el parque, un whisky de malta…todo me lo han quitado.

Bueno, no sé. Es difícil que os pongáis en mi situación. Cómo puedo explicarlo de una forma clara; ya no encuentro las mismas respuestas a las mismas preguntas. Nada vale para reconducir mis pasos, me dirijo hacia un precipicio que anida en mi fuero interno. Y pronto no tendré ni eso. Sin embargo, todavía agarro la mano de mi mujer y enardece mi sangre. En ocasiones pienso que sólo basta el roce de la piel de algún ser querido para ser feliz.

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"Aquel que ha sentido una vez en sus manos temblar la alegría no podrá morir nunca" JOSÉ HIERRO