sábado, 27 de marzo de 2010

Una aventura cotidiana

En las cosas cotidianas se encuentra lo extraordinario. No solemos darnos cuenta de esto debido a que vivimos sin mesura, atrapados por la prisa y tlas exigencias. Buceando un poco extraeremos grandes maravillas de un gesto, de los actos inconscientes, rutinarios. Una de esas actividades insulsas pero siempre gozosas es pasear de noche por la ciudad. Desde muy pequeño, pasado el atardecer, aprovechaba para regresar pausadamente a mi casa, saboreando el aire silencioso que lamía las calles. Me fijaba en las idas y venidas de mi sombra al compás de las farolas en las aceras, miraba detenidamente las señoriales casas de piedra levantadas en los barrios viejos, imaginaba que en sus aposentos fantasmas de antiguos soldados descansaban sus maltrechos huesos. Entonces, me dedicaba al ensoñamiento y visualizaba cómo serían las cosas en el futuro, analizaba los pros y contras de todo lo mundano y lo divino, en fin, trataba de aclarar las dudas propias del momento, pero jamas cundía la angustía o el miedo, era un trayecto libre de preocupaciones, como si la quietud del cielo pudiese protegerme de las inclemencias que me estuviesen preparadas; disfrutaba de estar solo en el mundo, no os imaginais lo curativa que resulta la soledad cuando es bien recibida. Cualquier cosa tenía valor; pasar delante de escaparates anónimos que nada mostraban, tan sólo una luz descuidada que alfombraba de color la calle, o encontrarme con algún conocido al que saludaba cordialmente con un leve giro de cabeza. Era un íntimo ritual que consistía solamente en un andar vagabundo y sin pretensiones, llenándome de tiempo, siendo consciente de lo fugaz del momento. En ocasiones sólo basta con pararse y respirar profundamente para sentirse bien, para comprender que esto merece la pena. Finalmente llegaba a mi casa donde me esperaban las tareas aplazadas del día, subía las escaleras y me iba directamente al balcón; asomado a la calle, extrañamente feliz, los arboles inquietos abrían sus ramas y casi me abrazaban la mirada.

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"Aquel que ha sentido una vez en sus manos temblar la alegría no podrá morir nunca" JOSÉ HIERRO