jueves, 21 de enero de 2010

Breve historia de un hombre común

Nací en una habitación de hospital, igual que cualquier hijo de vecino. Era una sala blanca, anónima, parece increíble lo insípido que resulta el blanco y lo que se utiliza en eventos tan importantes. El caso es que de allí me llevaron a casa, la de mis padres, la que siempre consideraré como mía. De aquellos años primeros recuerdo que era un niño muy risueño y juguetón, según me han contado. Curiosamente, de un modo irremediable, siempre tuve un fuerte sentimiento de afecto hacia todos aquellas personas que me querían, puede ser que debido a que constituyeran las raíces de mi identidad, quién sabe. Fui creciendo sin prisa pero sin pausa, como dice el refrán. El tiempo no pasaba ni rápido ni despacio, creo, sino que fluía sin remedio. Yo realizaba mis cosas sin pensarlas, si bien es verdad, tampoco tenía desarrollado el raciocinio para pararme a reflexionar. Así que dedicaba los días a ir al colegio, comer, jugar y dormir. Esa sí que es una buena infancia, ¿no creen?.

Después llegó la adolescencia. Aquí he cambiado de párrafo para que vayamos diferenciando etapas, que siempre es bueno detenernos y subrayar lo que nos pasa. Pues eso, la fase de las hormonas desbocadas, los inicios en el alcohol y las chicas. Tampoco me detendré demasiado en lo de las chicas, no iba a sacar un gran nota. Lo que si quería hacer constar es que enamorarse es genial, te siente más liviano, más feliz, que en definitivas cuentas es lo único que importa.

Sigamos avanzando. Con los años me he dado cuenta de lo mucho que he cambiado; la escala de valores la he variado no sé cuantas veces, la opinión sobre las cosas, mis dotes sociales... tanto es así, que a veces trato de ponerme en la piel del hombre que era hace 20 años y no me reconozco. Todo muta, se corrompe o crece, la erosión invisible de vivir nos transforma como muñecos de plastilina. Leí una vez que lo peor que le pueda pasar a uno es que todo permanezca estático, que siga persistentemente igual. Puede que esto sea cierto. En fin, me he hecho mayor y pienso cosas demasiado serias. Me casé con la mujer de mi vida, compramos una casa, tuvimos tres hijos e hicimos un montón de cosas que fueron cubriendo los sueños en la trastienda de la memoria. Ese periodo de tiempo pasó volando, absorbido completamente por la placentera rutina del día a día. El ser humano necesita de hábitos y referencias para construir su mundo. A eso he dedicado yo la existencia, a tratar de ser tal y como soy, a colocar las cosas en su sitio y que todo lo que era fundamental en mí siguiera indemne, protegido.

¡Ay!, ahora me queda ya tampoco. Me han dicho que solo me restan unos cuantos meses de deterioro progresivo hasta que me apaguen las luces. En fin, teniendo en cuenta que tengo ochenta y cinco años, no está mal. A decir verdad estoy cumplido. Me ocurre algo similar a lo que siente el escalador que asciende la empinada pared de una montaña, y llega a la cima con la sensación indestructible de que nadie le podrá arrebatar ese momento de plenitud única. Algo así siento yo; haber alcanzado esta meta permite que ese pedazo de ilusión que ha sido nacer y morir por estos lares con las cuentas saldadas y las ilusiones medianamente cumplidas nadie pueda quitármelo. Ya sólo me queda despedirme, decir adiós poco a poco. Bueno, nada más, que seáis muy felices.

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"Aquel que ha sentido una vez en sus manos temblar la alegría no podrá morir nunca" JOSÉ HIERRO