miércoles, 24 de septiembre de 2008

Pesadilla en la carretera

Algunas noches imagino que marcho de esta ciudad con la certeza de que nunca retornaré. Monto en el coche que rompe la carretera serpenteando los olivos testigos. Esta huida provoca un sentimiento fugaz de vacío insondable y una necesidad de amarrarme con fuerza a la memoria para que este momento, este instante suspendido en el sueño, no se pierda en el olvido. Los recuerdos son frágiles si no se ejercitan, hay que sacarlos a la luz, pasearlos entre las palabras, para que sigan latiendo vívidamente.

Las horas pasan a toda velocidad, confusas, como el coche que no sabe a dónde se dirige y que tampoco recuerda el camino de vuelta. No miro lo que me circunda, los campos plateados, la luna redonda, las luces de neón inquietas de gasolineras decrépitas, otros coches moribundos que cruzan sin ton ni son. Fijo la mirada en el horizonte, no sé lo que me espera, creo atravesar una maleza infinita, un agujero negro por el que cayeron tantas cosas mías que ya no me pertenecen. Entonces, de repente, el presente se precipita; recupero la lucidez, mi dormitorio en penumbra manchado únicamente por la intermitente luz del reloj digital y el silencio incansable. Ahí, descubro que para sentirme vivo, sólo me vale rememorar el parque que atisbaba desde la ventana de mi infancia, o el rumor matutino de los niños que íbamos al colegio, o el inagotable olor del café que salvé del pasado. A veces es necesario recuperar nuestras varias vidas concluidas para que la realidad no nos parezca insoportable.

Sin embargo, todavía no ha finalizado el viaje. Sigo conduciendo como un autómata, pero no me ubico en el coche, como si el limbo me hubiese absorbido. No distingo si estoy tendido en la cama soñando o sueño despierto en un lugar en el que no estoy. Tras un segundo de lucidez, como cuentan los enfermos agonizantes, mi vida entera se presenta ante mis ojos y me contemplo anciano, encorvado como una raíz vieja. Compruebo, después de todo, que existen ciertas cosas que nunca desaparecen: mi madre eterna sentada al calor de la mesa camilla o mi abuela amorosa mirándome con sus ojos de veinte años.

Ahora sí, he vuelto a la carretera. En esta ocasión conduce un amigo mientras yo escribo los últimos sueños que he tenido. Anochece, la penumbra del paisaje se abalanza sobre el coche. Suena el móvil, eres tú; en cuanto llegue te llamo, digo. Al fondo comienza a dibujarse la ciudad, un ciclo que comienza o que acaba, el lento y fugaz paso de los días que aprieto desesperadamente entre mis manos.

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"Aquel que ha sentido una vez en sus manos temblar la alegría no podrá morir nunca" JOSÉ HIERRO